27 jul 2021

La semilla del dios del fuego

A continuación recopilo varias publicaciones que realicé en una partida de rol por foro, en el que interpretábamos a dioses de un panteón fantástico, en los primeros estadios de la creación del universo.

Adelphos, líder del panteón y deidad de la luz y el fuego, repasaba una y otra vez las posibilidades que le quedaban. Era posible que los dioses desaparecidos estuvieran creando seres que se salían de las restricciones impuestas por el Cosmos... de no ser así, ¿por qué iban a esconderse?

Tenía que hacer algo que marcara una diferencia cuando regresaran. Algo para que no se alzaran sobre el resto de Dioses y criaturas de la Creación.

El Cosmos les había encomendado crear una raza de criaturas a cada uno. Convertiría la suya en guardianes. Campeones de la naturaleza que protegerían los reinos elementales de los cuatro Dioses que habían permanecido a su lado. Debían ser criaturas imponentes, poderosas y letales. Utilizarían el fuego redentor para su causa, calcinando a los enemigos de la Creación.

Sólo necesitaría una pequeña ayuda de su hermana Ereymos, diosa del frío, y sus hermanos Durmeg y Nerfedos, del dominio de la tierra y las aguas, para que el fuego interior de sus criaturas no se apagara fuera de los infiernos ígneos del norte.

Adelphos se había encerrado en sus aposentos tras la reunión con sus hermanos, pero no tardó en dirigirse al portal hacia la Creación.

Desde los picos más altos observó el lejano sur congelado, los vientos aullantes que cortaban el aire levantando cristales de hielo. Las corrientes atravesaban la Creación hacia el norte, transportando los aromas de la tierra, los bosques, el mar... Caminó sin rumbo fijo por las montañas que dominaban el centro de la creación, admirando todo lo que se podía observar desde tan privilegiada posición. Todo lo que habían creado hasta el momento se observaba desde allí. Hacia el oeste se escondía el orbe ardiente que era parte de sí mismo, dejando paso al homólogo de su hija Eulme. La oscuridad avanzaba lentamente.

Caminó por las llanuras, estepas, selvas, lagos y mares, hacia el norte ardiente. Mientras se acercaba a su destino, Adelphos se convenció de lo que tenía que hacer. Todo aquello era frágil, y debía ser protegido.

La luna plateada dominaba los cielos oscuros, cuando Adelphos llegó al borde de la Creación. Toda la parte norte era un infierno ígneo, parte del motor que mantenía el equilibrio de temperatura en el resto del mundo. Las llamas lamían sus pies, como un mar de luz líquida. Aquí y allí surgían montañas, donde la roca de Durmeg había conseguido resistir, resaltando negra contra las llamas del horizonte. Columnas de humo se elevaban desde los picos de las montañas, mientras lenguas de magma descendían perezosamente.

Adelphos subió tranquilamente a la montaña más elevada, dejando un rastro de huellas al rojo en el río de lava. El pico terminaba en una caldera burbujeante, iluminaba las nubes de ceniza de un tono anaranjado. Desde lo alto del volcán se dominaba todo el ardiente norte, y más allá, la oscuridad del vacío. El aire vibraba y olía a ceniza y azufre.

Adelphos se quitó su armadura dorada. Dejó las hombreras, los brazales y las grebas sobre unas rocas, se quitó la túnica y descendió desnudo hacia el lago ígneo. Su piel comenzó a irradiar luz mientras se sumergía. Desapareció bajo el magma con último aleteo de sus alas de luz. 

El tiempo pasaba inexorable, tal como Arezos lo había querido. Nada parecía diferente en la superficie del volcán, pero en su interior latía una fuerza divina.

La luna siguió su camino celeste hasta encontrarse con el horizonte, mientras el sol asomaba más allá del borde este.  El orbe ardiente se elevó en el cielo, trazando el mismo camino que seguiría durante la eternidad. Las sombras encogían a su paso, arrastrándose hacia las paredes, riscos, árboles que las proyectaban. A mediodía, el sol dominaba la Creación.

Llegó el ansiado momento para Adelphos. Fundido en la llama líquida de la caldera, era uno con el volcán. Sus venas eran los túneles de magma, respiraba a través de las chimeneas, su piel era la corteza de lava que se agrietaba al enfriarse en el exterior. Sentía la presión que se acumulaba en el subsuelo, pugnando por salir al exterior. Concentrando su voluntad, dirigió esa presión hacia el centro de la caldera. La roca fundida se comprimía, alcanzando mayor temperatura y densidad. En el exterior, la tierra comenzaba a temblar.

Adelphos visualizó su objetivo. Sus criaturas. Había deseado poder y gloria para ellas, pero comprendía que la Creación era más importante. En el norte, en los infiernos ígneos, serían libres. Poderosas bestias de llamas que volarán entre los volcanes. Hermosas y letales como el fuego del que descienden.

Los rayos del sol caían sobre la superficie del volcán. Adelphos giró su conciencia hacia él y absorbió la luz que irradiaba. Por un momento, pareció que iba a apagarse, iluminando tenuemente. Entonces, el Dios juntó su mano derecha, donde sostenía la luz, y la izquierda, que sujetaba el fuego, y las unió.

El sol continuó su camino, con su intensidad habitual. Los volcanes continuaron rugiendo. Las llamas continuaron danzando. Nada parecía diferente en la superficie, pero en su interior latía una nueva vida.

Cuando los últimos rayos del sol se apagaron, oculto tras el borde, Adelphos surgió del volcán. Los ojos llameantes iluminaban su rostro sonriente. Entre los brazos portaba una roca negra, de forma esférica. Dejándola sobre el suelo basáltico, recogió su armadura de oro y se vistió. Desplegó sus alas y levantó el vuelo, tras dar una última mirada al magma burbujeante.

El vuelo hasta la aguja donde se encontraba el portal fue breve. Adelphos tomó tierra y sacudió las alas de luz, como si pudieran sentir cansancio. Dejando la roca que transportaba en el suelo, volvió a admirar las vistas, esperando.

Esperando a que naciera su primer hijo. Esperando a que naciera el primer dragón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario